Roberto Baquero Haeberlin – Presidente CMC
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo asegura que la educación es la gran forjadora de esperanzas. Por eso el Estado, llámese Ministerios de Salud y de Educación, facultades de medicina, hospitales universitarios y sociedades científicas tienen el deber de proteger la calidad y la equidad (que no son términos excluyentes) de la educación médica.
Los juicios sobre las deficiencias en la calidad educativa de las facultades de medicina están machacados, pero es necesario detenerse a analizar las causas y sus diversos componentes. Colombia sigue estando lejos de las recomendaciones internacionales y de los países de la Ocde en igualdad de acceso a los servicios de salud y educación. A eso hay que agregar otra complicación: el creciente déficit de especialistas.
Las listas de espera para obtener una cita en cualquier especialidad o para una cirugía que no represente una urgencia vital es el ejemplo más claro de una prolongada crisis que el gobierno no quiere resolver. Puede que el país no se ajuste al número de especialistas que recomienda la OMS para suplir la demanda de 49 millones de personas (aún no hay estudios serios que lo comprueben al medir la prevalencia de la enfermedad), pero esa notoria insuficiencia para mejorar el acceso a la salud también es responsabilidad de las IPS que evitan contratar especialistas para reducir costos. Con el pretexto del ahorro y el afán por la ganancia, tanto las IPS como las universidades han generado un cuello de botella que se pone de manifiesto en cualquier servicio de salud.
Por un lado, el aumento exponencial de las matrículas contrasta con la calidad de la educación que se imparte en las facultades, donde falta infraestructura, escasean los docentes (así lo nieguen) y existen las limitaciones propias de un sistema enfocado en la enfermedad que no genera acciones para la promoción y la prevención. Ademas hay miles de trabas en la habilitación para abrir nuevas residencias, existen irregularidades en los procesos de acreditación y certificación y no se hace una revisión juiciosa de los programas académicos para ajustarlos al perfil demográfico de la población.
La competencia sin regulación entre todos los elementos del sistema ha transformado la educación en un mercado elitista que restringe la posibilidad a que los médicos especialistas que reclama el país puedan aspirar a un cupo para la residencia. Con razón las universidades privadas se han convertido en el palo en la rueda para la aprobación de la ley de residentes que tramita el Senado de la República.
Amenazan con cerrar programas de residencia o con irse a la quiebra si no siguen recibiendo a raudales las millonadas que le arrancan a los residentes. Rectores y decanos olvidan que ellos nunca pagaron un peso por la especialización y, por el contrario, ganaban algo, cuando el país tenía un sistema de salud de caridad y se daba el lujo de atender a la población más vulnerable y completamente desprotegida.
Es hora de revisar el destino de los miles de millones que las facultades de medicina reciben cada semestre por las matrículas de pregrado y posgrado, puesto que está claro que no invierten en mejorar la formación académica o en disminuir las brechas sociales. El somero cálculo de tres mil residentes pagando quince millones de pesos en promedio por semestre hace entrever el motivo para no dejar pasar la ley.
Más que sentar mi voz de protesta por la posición dominante e intransigente de quienes manejan el negocio de la educación, me pregunto en qué momento mis colegas, muchos contemporáneos míos, se despojaron de su papel de educadores y su vocación de servicio a la humanidad.
Será cierto que todo tiempo pasado fue mejor, me cuestiono. Ante esta pérdida de lo esencial en una sociedad, agradezco la oportunidad que tuve de hacer una especialización y de recibir una educación con los valores y principios éticos que siguen vigentes, aunque para quienes ostentan una posición dominante se hayan convertido en algo subjetivo y relativo.
Esta puede ser una columna más, pero que bueno que los escándalos de corrupción, la ausencia de credibilidad en las instituciones y la desmoralización por cuenta de la rama judicial haga que resaltemos la importancia de la educación como medio de prevención para la corrupción y comencemos a trasmitir a los jóvenes valores de integridad y transparencia, donde aprendan a sobreponer el bien general al interés particular, mucho más cuando lo que se enseña es el arte de ser médicos. Las universidades son las primeras llamadas a dar ejemplo.
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