Por Eduardo Mackenzie
¿Qué papel juegan en esa obscura campaña la Universidad Nacional, la Alcaldía mayor y el Concejo de Bogotá?
Lo que acaba de aparecer en Bogotá con esa invitación tan siniestra a destruir el Himno Nacional de Colombia –movimiento lanzado por un profesor de marimba de la Universidad Nacional, porque el himno patrio, según ese individuo, “representa a la oligarquía” y es el “símbolo de las cuestiones más terribles que tienen que ver con la desigualdad”–, no es más que una repetición cretina, adocenada y lacaya de gente que busca un protagonismo fácil mediante gesticulaciones absurdas destinadas a importar la nueva religión del odio a la civilización occidental que estalló hace unos meses en algunas universidades norteamericanas.
Lo que propone el iluminado timbalista es una impostura más que, en condiciones normales, no tendría el menor eco en el país si no fuera porque el momento político y psicológico colombiano es deplorable y propicio a las aventuras destructivas más desesperadas.
El padrino de la ofensiva contra el Himno Nacional, uno de los más bellos del mundo, tanto por la calidad de su poesía como por la originalidad de sus acentos verdianos, cuenta probablemente con el apoyo del petrismo (no es sino ver los bajos argumentos que él utiliza) y de los actuales jefes de la Alcaldía de Bogotá. Para que tal destrucción sea realizada rápidamente, para que la opinión pública se dé cuenta de ello sólo cuando ya sea muy tarde, esperan contar igualmente con la complicidad, en las mejores condiciones, del ministerio de Educación Nacional, si es posible. Este ministerio hasta hoy no ha dicho una palabra sobre ese tenebroso asunto.
En todo caso, el nuevo montaje revisionista mamerto exhibe ya la asombrosa colaboración de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, institución musical que es pagada con los impuestos de los bogotanos. Esa orquesta, fundada y consolidada por Jaime Glottmann y el oboísta Raúl García hace 57 años sin que haya jamás denunciado el Himno Nacional como una “infamia latifundista”, dice ahora haber abierto una “convocatoria” para que los ciudadanos “opinen” sobre cómo se debería destruir el Himno de Colombia. Peor: un órgano digital de la Universidad Nacional apoya eso y anuncia que ese centro académico está dispuesto a ir mucho más lejos: “Con esta [convocatoria] empieza el debate sobre la resignificación de los símbolos patrios.” (1).
Lean bien: la Universidad Nacional hace parte de un movimiento de odio antinacional que quiere “resignificar los símbolos patrios”, es decir desfigurar no solo el Himno Nacional — tanto la música de Oreste Sindici como las estrofas patrióticas redactadas entre 1850 y 1887 por el presidente Rafael Núñez–, sino también la bandera y el escudo de Colombia, y todos los otros símbolo de la patria colombiana, para substituirlos por otros que nadie puede imaginar.
Como en eso participan la alcaldesa Claudia López y su equipo, es hora de que el Concejo de Bogotá tome cartas en el asunto pues la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB), según sus propios estatutos, “orienta sus actuaciones en el marco de las políticas públicas fijadas por el Concejo de la Ciudad en su condición de suprema autoridad del Distrito Capital y por el Alcalde Mayor de Bogotá como jefe del gobierno y de la administración distritales.”
El actual director de la OFB, David García Rodríguez, hijo de Raúl García, es uno de los artífices de ese crimen estético. ¿Su razón? La politiquería. El aduce que durante los pasados 50 días de saqueos y bloqueos del país –que él llama “protestas”–, los vándalos entonaban otro himno “con otras letras y con música de canciones”. Eso le parece a él muy bonito y quiere premiar tal ocurrencia. Federico Colmenares, el timbalista de marras, es el otro genio que llegó a descubrir que en el Himno Nacional “no hay ritmos colombianos” y que la letra del mismo “es un pastiche muy feo”. ¿Pastiche de qué? ¿Qué estrofa del himno le parece “fea”? En su eructo contra esa obra de arte no explicó nada.
Desde su adopción oficial, el Himno Nacional ha sido gran motivo de orgullo para los colombianos. Su letra y partitura fueron depositadas en la “urna centenaria” del 31 de octubre de 1911. Esta fue abierta para ser homenajeada de nuevo el 20 de julio de 2010, durante la celebración del bicentenario de Colombia. Empero, no sería raro que ahora los guías de la detestable campaña pidan que ese tesoro sea quemado en plaza pública.
¿Recuerdan lo que ocurrió en Pamián, Afganistán, en marzo de 2001? La milicia talibán dinamitó las dos mayores estatua de Buda del mundo, de 55 y 36 metros de altura, talladas en la roca de una montaña hace 1.500 años, cuando ese país era un centro de la civilización budista, antes de la invasión musulmana en el siglo VII. Los talibanes dijeron que esas estatuas eran muy “feas” y “contrarias a los principios del islam”.
Ese acto bárbaro fue una ofensa a toda la humanidad y se convirtió en uno de los motivos de la intervención americana y de la OTAN. Es lamentable que un remedo de talibanismo contra la cultura colombiana y occidental esté tratando de crecer en nuestro suelo para destruir los símbolos patrios gracias a la apatía e impotencia del gobierno, de las autoridades en general y de la prensa. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que ni el Palacio de Nariño, ni el ministerio de Educación, ni el ministerio de Cultura, ni el rector de la Universidad Nacional, ni el Concejo de Bogotá, digan una palabra para oponerse a esa abyecta cruzada?
Leave a Comment